miércoles, 31 de octubre de 2007

Cosas para ver IV: bestias de papel




No he podido actualizar estos días por razones de trabajo, y por escuchar unas ponencias a lo bestia sobre toda clase de temas, temas "incuantificables", porque hablaban de literatura, lo que me lleva a postear sobre mi primer amor: los libros.

Aprendí a leer a eso de los cinco años, sobre todo por mera curiosidad: quería saber qué carajo significaban esos signos debajo de las ilustraciones, y me pasaba copiándolos en un cuaderno, hasta que mi profe de primer grado (alabada sea donde se encuentre, me enseño cosas mil veces más valiosas que todo lo que la universidad me dio) me enseñó a leer y a escribir. De ahí, me volví adicta, junkie, viciosa, pongan el adjetivo. Además, soy un asco para los números (aprendí a sumar bien a eso de los nueve). Así, el Universo se salvó de una ingeniera, contadora o arquitecta patética y peligrosa...pero esa es otra historia.

Lo que me gusta de los libros no es tanto la historia dentro de ellos, sino que son mentes grandotas donde tu puedes entrar, quedarte, y a veces no salir. Sabes lo adictivos que son (hora de confesiones) cuando te da pena que se terminen, o cuando (aquí muchos me van a matar por nerd) llevan un libro a sitios insospechados... la playa...el estadio.... un concierto (si veo esa miradita de horror, la siento y ni siquiera publico esto), cuando estás en la cocina, con la nariz entre las páginas y se te quema la olla del AGUA QUE ESTÁS HIRVIENDO; cuando te sabes el nombre de las editoriales, a qué se dedica cada una y cuáles son sus precios, cuando le dices "perdón" a la escoba que dejaste en la puerta y con la que chocaste cuando estabas leyendo, y cuando, al final, acabas estudiando literatura y tu madre se lamenta, con el rostro entre las manos, de haberte comprado tantos libros. Que Diosito Sánchez me proteja.

Creo que soné como si en serio viviera solo leyendo. Es cierto que es una de las cosas que más hago, porque vivo de escribir y los libros son necesarios para mis actividades. No obstante, me gusta la gente real, y la "saga realidad" vale la pena en todo sentido. Eso sí, amo la exageración de la ficción y a veces como ésta se hace verdá, porque las dos cosas están divididas por un delgado velo (pregúntenle a Julio Verne y sus inventos fantásticos que luego se volvieron ciencia).
Además, son buena compañía. No te van a invitar a una cerveza, pero tampoco te importunan con malos humores y chistes de a luca. Son tickets para viajar a donde sea, sin pagar nada, y son mil veces mejores que cualquier película, incluso las que hacen sobre ellos. Además los puedes llevar a todas partes, son rebobinables, multiusos (asiento, arma, paraguas en casos de best sellers decepcionantes) y siempre cambiantes. Mejores con los años, igual que el vino y Richard Gere. Inocentes y calladitos, pero bestias dormidas si los comprendes.

Vivo dos mundos, el de todos los días y el de las páginas. El primero me ha hecho más por fuera, y el segundo más por dentro. Los dos se complementan, pero el segundo es renunciable. Un día de estos puedo mandar al diablo los libros y dedicarme... no sé, tal vez al macramé o al Prozac. Pero no puedo, porque ese mundo de dentro se extiende tan lejos como yo quiera, por lo que, a la larga, ha extendido el de afuera.

Nada es más valioso que eso.

domingo, 21 de octubre de 2007

Cosas para ver III: espejito, espejito...


Uno de los primeros cuentos que uno lee, o ve representado en la tele o en una de esas diabólicas películas de Walt Disney (el hombre se pegaba algo y bien fuerte), es Blancanieves. Joven, virginal y hermosa joven, con peculiar sentido de la moda, huye de malvada, oscura, pero kind of sexy madrasta-bruja que quiere matarla (¡y arrancarle el corazón!... Tarantino estaría orgulloso), porque un día la señora madrastara escuchó que la muchachita era más hermosa que ella. Las bases para semejante acción no vinieron de su satánica mentecita o la mononeurónica del marido, padre de la mencionada criatura (en ese cuento, el padre resultó parte del decorado), sino de su Espejo parlante. Ese man de jeta verdosa que le dijo que la más guapa del reino era la jovenzuela en cuestión. Así que, ¡ahí tá! pretexto para matar a la guagua y quedarse con la corona. Desde ahí, uno sabe que algo mal anda con los espejos, y lo peor es que uno tiene que enfrentarse a ellos todos los días. Ahí está uno, mirándose la carota todos los días, so pena de salir con un pegote de pasta de dientes o con los pelos parados.

Los espejos habían sido atributos maravillosos. Alicia, en el cuento, se pasa al otro lado del espejo en el mundo fantástico y un poco perverso de Lewis Carroll; si te fijas, dice la leyenda, puedes ver en los cristales a los demonios que no puedes ver con tus propios ojos. Hasta en uno de esos libros del niño mago, cuyo nombre no quiero acordarme, aparece la clásica escena del espejo, en donde el chamo ve a sus padres por primera vez.

Ok, los espejos eran puertas para la magia. Todo bien. Hasta que un día, en algún momento de la Historia, se volvieron una forma de fundamentar los estándares que nos imponen. Desde ahí nos miramos como loquitos. Unos tratan de salirse del estándar con cualquier artificio que va desde practicarse agujeros hasta pintarse el pelo de color imposibles, mientras que otros sufren por meterse en el estándar, con narices, orejas, ojos, y pelo supuestamente "perfectos". Aparte de eso, hombres y mujeres intentan modelarse dentro de una figura que alguna vez fue patrimonio de los zancudos y las mantis religiosas, pero que ahora es símbolo de bacanería y salud. A esto se añaden esa extraña obsesión por cortarse, sacarse trozos, doblarse y contorsionarse para salir con esa carita y ese cuerpito que todos desean. Yummy, yummy.


No quiero hablar sobre la presión de los medios sobre la autoestima, o de la belleza interior. Lo que quiero decir es cómo los espejos, que si bien servían para verse a uno mismo, eran formas de mirar otros mundos, de ir más allá de lo que tu rostro se muestra. En este momento son casi fábricas en masa de imágenes idílicas de seres humanos, y no de gente de verdad. Decidimos que todos debemos ser iguales, objetos creados en una línea de producción, y nos dejamos mangonear así, mientras hacemos nuestra "puesta en escena", frente a la luna del espejo.


Nos siguen mandando, como soldaditos de plomo, a guerras que resultan inútiles, nos meten ideas prefabricadas en el sistema educativo, nos santiguamos en masa porque sí, y nos ponen uniformes para mandar a otros porque así tiene que ser. Todo al creer que debemos ser igualitos, como nos dicen. Luego, cogemos esos disfraces y nos los probamos frente a nuestros espejos.

Solo queda bajar las armas, hacer las paces con los espejos, y volver a sentir nuestra individualidad, nuestro ser. Mirarnos a nosotros mismos y aceptar que no podemos ser mímesis totales de los otros, ni que los ellos tienen que ser iguales a nosotros. De esa manera, se puede matar a la malvada madrastra, o dejarla en paz, para que vuelva a sus pócimas y a sus calderos, mientras que el cari-verde se quede hablando solo, y perdido, en su propio infierno.

(La ilustración es de José Ángel García Landa, chequéenlo: http://www.unizar.es/departamentos/filologia_inglesa/garciala/expo3.html)

martes, 9 de octubre de 2007

Octubre lluvioso y la madrugada de Joplin


La lluvia atrapó a Quito. Puntualmente, el tres de octubre, quien quiera que maneja la escenografía, decidió darnos una ducha con el Cordonazo de San Francisco. Ya era hora.
No me gustaba la lluvia. Odiaba el gris, tener la nariz fría, las bastas de los pantalones empapadas y la imposibilidad de conseguir que algún cristiano (o cualesquiera sea su denominación) me lleve a mi destino, sobre todo por mi ya conocida fobia a los automotores. No obstante, con el tiempo y buenos amigos amantes de la lluvia, comprendí los encantos de la mala vibra de la tormenta, de la calma xanaxiana del fin del aguacero, y del frío mataor.

Igual me pasó con la música. Y ahí muchos querrán lanzarme el mouse por la cabeza, porque simplemente, durante una larga época de mi existencia, la música fue solo una distracción ruidosa. Creo que ahí tenía una tara emocional tremenda, pero es así pipol. Pasa en las mejores familias (teniendo un melómano como hermano, la frase es pertinente).

Sin embargo, de a poco me ha ido entrando el gusto por la música. No sabría decir exactamente cuando, pero desde hace dos o tres años fue como que me sacudieran y, por fin, entendiera el por qué de la pasión por esos sonidos conectados.

Por esto, la historia:

Era el cuatro de octubre pasado, cuando estaba acabando un trabajo para la U, a eso de la una de la mañana. De repente, no sé por qué, me entraron ganas de oir a Janis Joplin, la misma que yo había desechado porque su voz que no me convencía, pero de la que después me enamoré. Puro dolor, puro blues y, si se me permite alargar el asunto, pura vida. Esa man que me presentó a Bessie Smith, Aretha Franklin, Billie Holiday y otras muchas.
Luego, porque sí, porque no, me puse a investigar sobre su vida en el google. Coincidencias, coincidencias, ella murió el cuatro de octubre de 1970.

Así, este es un post, un poco nublado, es un recordatorio para esta dama del blues, quien me abrió los ojos a nuevos caminos. Esta mujer que con su Summertiiiiimeee... me adentró a ese mundo de sonidos que yo había dejado a un lado. Esa que le pedía a Dios, entre sarcasmo y sarcasmo, que le comprara un Mercedes Benz, quien no tenía miedo de que tomen más pedazos de su corazón, muchachita rechazada de pueblo chico que llegó a cantarle al universo Woodstock con esa voz rasposa, viejita, y difícil de entender, capaz de colarse lentamente en tus bolsillos.

Hace 37 años Janis se consumió, paradójicamente, en sus ganas de estar viva. No quiero recordarla así, quiero pensar en ella como se ve en los videos granulosos de su tiempo: vestida con hermosos andrajos imposibles, sin una gota de maquillaje, con el pelo salvaje, "bailando como si no hubiera nadie viendo, amando como si no te fueran a lastimar jamás", silvestre, entregada, brillando de collares y sortijas, y sobre todo (robándome una línea de película) fiel al sueño de sí misma.

sábado, 6 de octubre de 2007

El estudio y otras salvajadas metropolitanas




Esta semana no hay cosas para ver. Esta semana hay alcauciles, calabazas, y trozos de carbón para los niños que no se portaron bien, como yo. Todo regado con "El Salvaje Metropolitano" de Rosana Guber, que tengo que leer hasta el mediodía... espero.

Porque el lunes defiendo mi plan de tesis (no el proyecto terminado), el cual trata sobre el uso de los migrantes en los medios de comunicación españoles (cosas para ver, en todo caso). Entre tanto, los señores disfrazados de tigres de la foto de la pasta del libro me sonríen dulcemente. Con esa miradita que tiene la gente cuando dice: "chiiii, te cagaste, pana".

Pero no, estoy tranquila. De hecho es interesante enfrentarme al mundo con ese mamotreto que por el momento está columpiándose cual mono entre mis neuronas.

La educación, las vocaciones y el trabajo son tres criaturas muy curiosas. Es chistoso como lo que uno quiere ser y lo que se logra ser cambian con el paso del tiempo. Yo, por ejemplo, me acuerdo que en un principio, en los tiempos de mi oscurantismo, quería ser profesora. Y tenía todo un sistema educativo represivo, al cual asistían mis osos de peluche. También quería ser actriz de teatro, científica loca (¿te acuerdas, Ludo?) y escritora, de lo cual nunca me curé.

Luego, cuando entré al colegio católico (mi propio capítulo de Survivor de 13 años de duración) quería ser monja (oigan, en esa época parecía el trabajo más afortunado del mundo: te mantenían por gritar a niñas indefensas, rezar, coser, y dedicarte a la contemplación de los pecados universales) y también quería ser la Virgen María, porque en navidad escogían a la mejor portada, a la mas noria, y a la más aria para que fuera María en el Pase del Niño. A la guagua le tocaban los juguetes, los caramelos y sus quince minutos de fama. Por supuesto, cuando me enteré de qué se privaban las monjas, y que el puesto de Madre del Mesías ya estaba ocupado, mientras que implicaba la misma prohibición de las reverendas, este anhelo se fue al tacho de basura. Hasta ahí llegaron mis inquietudes místicas.

Más tarde, en ese momento adolescente, idealista y depresivo e infantilmente socialmarxiscomuncheguevaristamadreteresiano, quise ser psicóloga (O_o) y luego médico sin fronteras. Ni más ni menos. Mi sueño era arrastrarme por las ciénagas de la Amazonía, los bosques asiáticos y las planicies de África y salvar al mundo. No sabía muy bien cómo, pero, igual, iba a salvar al mundo. Claro, era el sueño de mis padres (médicos), a los cuales les rompí el corazón cuando seguí a mi primer amor (los libros) y me inscribí en Comunicación Social (con ñeque en literatura, para colmo, ¡qué falta de capitalismo!).


No me ha ido mal, he aprendido la bola, he trabajado en periódicos, en eventos, he hecho papeleo (nadie te avisa que la mitad del trabajo es eso), he conocido full gente y sus historias. Eso último ha sido lo mejor, porque aprendí a preguntar, y ver, y leer lo que no está dicho.


Ahora estoy en Relaciones Internacionales, leyendo cosas como "El Salvaje Metropolitano", y disfrutando del hecho de aprender. Porque, bueno, tal vez no llegue nunca a ser una millonaria, pero he hecho lo que he querido, he estudiado lo que he querido, y he asumido mis decisiones. Creo que uno tiene que tener un bosquejo de lo que quieres en tu vida, pero no un plan, porque todo puede cambiar a la vuelta de la esquina. Además- usando una frase hecha, pero cierta-, el viaje es más importante que el destino. Lo que aprendas y sueñes está bien. Solo tienes que dejarte llevar, con cuidado, pero sin miedo a lo que puede haber en los finales, que también son nuevos orígenes. Esa es una salvajada que me gusta.

Y ustedes ¿que piensan, que querían ser, qué los hizo lo que son? ¿Cuáles han sido sus maravillosas salvajadas?