domingo, 25 de noviembre de 2007

Cosas para ver V: los otros



Nunca las he visto muy claras. Como ya saben, uso lentes desde mi tierna infancia, y sin ellos o su versión en contactos, mi mundo es puras sombras. Veo como los fantasmas deben ver. Por eso, o tal vez por la mala/buena suerte, me he topado con más cosas inexplicables de las que me gustaría. Haley Joel Osman, llora debajo de tu cobija rosada. Mi hermano y yo experimentamos el verdadero Sexto Sentido.

Vivíamos en una casa vieja y llena de corrientes de aire y de nidos de paloma del barrio La Tola, en Quito. Por alguna razón, el sitio resultó ser hotel de gente occisa, kaput, muerta. Vórtex del mal, qué se yo. En fin...

Cuando empezó, mi hermano y yo teníamos alrededor de cinco años. Estábamos jugando en el cuarto de planchar, que daba a la cocina de mi casa, la cual podíamos ver a través de un ventanal. Ahí estábamos, en algún juego surrealista, probable paraíso de cualquier sicólogo. De repente, mi hermano se quedó en blanco: tiza, sin sangre en la cara. Yo solo le quedé viendo, hasta que escuché el ruido.

Resulta que, cuando giré la cabeza, vi como la refrigeradora de mi cocina estaba iluminada de una luz color verde... y empezó a saltar... y a abrirse y cerrarse sola. Horror, miedo, destrucción de los pueblos. Y mi ñaño solo miraba. Yo también me quedé, pero no por valiente o algo así, sino porque descubrí, entonces, que el miedo es adictivo, es fascinante, y no te deja cerrar los ojos.

Poco a poco la refrigeradora paró de saltar. El aire dejó de tener esa electricidad extraña, y todo acabó a los pocos minutos. Ese fue mi primer encuentro con algo que no pude, ni puedo, explicar. Y tengo más de esos, promesa. Cuando cuento estas historias, unos me creen, mientras que otros las atribuyen a mi mente hiperactiva de niña. Pero, para mí, fueron los momentos más reales y vívidos de mi infancia. Bueno, no puedo culpar a nadie por no creer a la primera en mis memorias de electrodomésticos posesos y casas embrujadas.

Lo chistoso es que hay segundas partes en mi actual casa. La otra vez, por ejemplo, estaba viendo la televisión. Escuché a mi madre llamarme. Fui a verla, y ella estaba leyendo algo en la cocina. Le dije: "aquí estoy, ¿qué pasa?". Ella me dijo que no, que no me había llamado. Yo me di la vuelta para irme.
"Pero sí escuché que decían tu nombre, llamándote", me dijo mi mamá, sonriéndome, sabiendo.
¡Diosito Sánchez!
Por buena/mala suerte, la saga no ha terminado.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Exijo una devolución de mi fin de semana, ¡ahurita!


Mi plan siempre fue actualizar el blog, al menos, una vez a la semana. Esta vez, no obstante, circunstancias más allá de moi evitaron tal propósito. Bueno, el punto es que casi muero. Allí estaba yo, el día viernes, tomandome unas cervecillas por la Calama, jugando 31, y como nunca, ganando (mi carrera como tahúr terminó antes de comenzar). De repente, pues que me he convertido en la Dama de las Camelias (toda débil, ojerosa y sin ilusiones), se me bajó la presión, la temperatura e hice Ctrl Alt Supr.. hice Reset. Sin actor de cine al rescate, lo peor de todo.

Estuve, por lo tanto, todo el fin de semana en cama, pidiendo perdón al Universo por pecados propios y ajenos... Creo que pedí disculpas hasta por la Guerra de Irak. Jebús, eso dolió. George W., me debes una.

Dicen que fue el estrés... Dicen que fue un proceso viral... o la mala suerte. La cosa es que aún arrastro los pies, me duelen las articulaciones, y la comida no es mi amiga; pero, como la Señora del disco Gloria Gaynor dice, "I will survive". Por suerte (¡GRACIAS!), mis panas me acolitaron ese día la bola. Merci :) Sois grandes. Ludo, si lee esto, no se preocupe, tutto bene.

Me había olvidado de lo que implica una clásica enfermedad que se respete. Una de esas que no te van a matar (Dios nos libre), pero que es capaz de botarte a la cama y mantenerte allí mientras tu te debates entre el dolor y el asco en general al mundo. Esas en las que te dedicas a contar las grietas del techo, a tener pensamientos depresivos, a hundirte en la laguna de la autocompasión y a recontarte los chistes malos que oyes en las fiestas... Un momento de dolor en el que pierdes la fe. Entonces, citando a una buena amiga, la única confianza que te queda reside en las habilidades acrobáticas de Jackie Chang. Y en la patada circular del Ranger de Texas, por supuesto. No podría traicionar a Chuck Norris en un momento así.

Claro, cuando se te acaban tus referencias a la cultura pop de cuarta te resignas y te pones en modo de activismo propio. La enfermedad hace que uno se encuentre con uno mismo en esos momentos en los que fingirías demencia si te encontraras contigo en esas condiciones: "No le conozco a esa man. ¡Quien será oye!". Todo esto será, seguramente, una de las razones por las que voy a necesitar terapia en el futuro... Si no la necesito ahora. ¡Malditos jungianos!
Pero, por suerte, ya estoy mejor, así que en en próximas entregas les contaré cosas más allá de mi afiebrada cabeza, mis achaques, y mis desvaríos. Por el momento estoy a dieta de sopa, agua pura y esas galletitas integrales que no merecen su nombre. Es como el café descafeinado... ¡Puaj!

Les deseo salud señores, que no les toque una de estas, porque la que se ganó el título de Dama de las Camelias soy yo, y pienso, por el bien de otros, quedarme con el título un buen tiempo.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Las cosas que se comen las polillas



Hoy tuve que botar un par de zapatos, unas botas que había usado desde el 99, en tiempos en que entré a la Universidad. Sí pipol, Daria seguía en la tele, yo tenía un peinado de micrófono (nunca cortarse el pelo como niño cuando tienes churos, primera lección de mi mayoría de edad) y el Grunge daba sus últimos estertores. Mis queridas botas cafés que me acompañaron en lluvias, soles, anochecidas, amanecidas, relaciones y alejamientos.

No sé si les pasa a ustedes, pero yo soy una de esas a quienes les gusta guardar cosas como los cuervos. Guardo libros que la gente bota, fotografías, flores secas, todos los pares de lentes que he usado hasta el día de hoy, notitas que me pasaban en la U o en el colegio, los ensayos surrealistas de la carrera (incluso los que hacíamos en nuestros llamados "cuadernos de conversaciones" que fueron la matrix de mi época universitaria). Hasta guardo ceniza volcánica... No me digan que el Pichinchazo y el Reventador no fueron cosas para recordar.

No sé el por qué de mi obsesión, pero me agrada saber que esos pedazos de mi vida no van a estar botados por allí, siendo el cucayo de los bichos. Quiero saber que hay un registro, una cápsula del tiempo de quien fui. Las cosas nos sobreviven, son una marca indeleble de la existencia de uno.

Por supuesto, a veces me dan ganas de quedarme sin nada, de botar todo ese trasterío, todos esos libros, papeles, chucherías que van desde semillas de ecualipto recogidas en un paseo hasta un bloque del anterior pavimentado del parque de mi Universidad. Sí niños y niñas, cada uno de quienes hacíamos créditos-parque en ese tiempo nos llevamos uno. Sí, huímos hacia el horizonte, llevándonos cada uno una piedra de 15 por 20 más o menos y dos kilos de peso, en uno de esos extraños arranques de esa época. Niña rara.

Claro, el momento de arranque de locura (o cordura, ustedes eligen) pasa. Dejo de pensar en encender un fósforo, dejarlo en mi cuarto y esperar a que todo se vuelva polvo. Abandono estos momentos piromaníacos porque, de vez en cuando, me agarra el escapar al pasado a través de esas cosas, solo para cagarme de risa de lo que me pasó alguna vez, hecharme un llantito sobre lo que perdí, o para tener "en especies", el hecho de mi paso sobre esta tierra. Cosas para los que vengan después, o para la yo que se asome. Esa man quien podrá ver quien era, cuando yo era.

Me vienen a la mente las clases de literatura griega: Ulises (rey y héroe griego, mándibulas de acero, pecho dorado, virilidad invensible) quiere volver a Ítaca, su tierra natal, a su mujer (hermosa y fiel damita que espantaba a sus pretendientes con su manía textil y su llanto cronometrado a repetirse cada cinco minutos) y a su hijo (prácticamente parte del decorado de tan pocas líneas que tenía en la historia). En su regreso, el man cruza el mar topándose con cíclopes, lotófagos, monstruos marinos, sirenas, par de "mamis-coshitas" y un grupo de ineptos compañeros de viaje que no hacían más que perderse, morir por algún error estúpido y quejarse amargamente. Al tipo, al final, ya no le interesaba tanto la family o el poder. La cosa era volver a donde estaban sus recuerdos: a SU Ítaca (como en el poema de Kavafis). Bueno, mi Ítaca es un baúl viejo donde está toda mi vida en tereques.

Claro, tengo otras Ítacas: lugares, personas, ideas. Pero los lugares cambian, la gente huye y de lo que estoy segura es que tratar de recordar alguna cosa por terquedad es la mejor manera para olvidarla. Para eso está mi Ítaca portatil. Tal vez la olvide, me canse de ella, o la tenga que abandonar, pero, por el momento, es todo para mí, todo lo que necesito. Es un compendio de los pedazos de la persona que soy yo... ¿cómo podría dejar abandonadas esas partes invaluables de mí misma?.