lunes, 10 de septiembre de 2007

No, el tapete de meditación trascendental no es necesario




Güenas güenas. Hoy una mirada a algo que para muchos es mera rutina: el bus.

El punto es éste: yo estoy genéticamente predispuesta a ser un fracaso en todo lo concerniente a los automóviles, extendiéndose este hecho a todo objeto que tenga ruedas. No logro manejar; tengo un temor patológico a aplastar a algún ser vivo, o, peor, ser el ser vivo aplastado por alguno de los autobuses, camiones, tractores, y trenes-gusanito que recorren las calles.

Enigüei, así pasa. Por suerte, siempre he tenido algún familiar, pana, amigo o gentil desconocido (como Blanche Dubois, dependo de la generosidad de los extraños) para que me lleve a mi destino. Yo, damas y caballeros, confío en mis pies, en mi no tan confiable sentido de la orientación, y en el trabajo diario de los buseros.

Y ahí viene la historia. Si es que soy algo, es una viajera profesional de bus. No señores y señoras, no es algo simple. He logrado encontrar en ello una experiencia mística que pocos pueden percibir.

Imagínense: tú te subes al bus, y pagas 25 centavos. Y eso ya es un acto de fe: ¿cómo alguien positivista, racional y pragmático va a pagar por un servicio en el que a veces te toca viajar al lado de una ventana cuyo "vidrio" es un delgado plástico agujereado? Gente, eso es mera fe, tú te pones en manos del destino y en manos del imaginario del señor busero para quien ese hueco recubierto de plástico es una ventana. Física cuántica, pipol.

De ahí, todo empeora, porque a los 15 minutos de viaje algo muy extraño sucede en el espacio-tiempo: la señorita o señora cobradora jura y perjura que "hay espacio en el medio". Bien, tu ya has visto que el número de gente del bus ha sobrepasado el que los cartelitos de "parados y sentados" indican. ¡PERO NO!, probablemente se abrió un vórtex interdimensional allá atrás y esa espiritual dama sabe que todavía hay espacio en un sentido que va más allá de lo evidente.

Luego la experiencia sicotrópica.

Después de una media hora en el bus, la gente empieza a sentir el efecto del encierro, de los perfumes y demás afeites de los viajeros, y de quienes decidieron no usar ninguno, incluidos el agua y el jabón. Y siempre pasa que la señora preocupada por el chiflón o por su peinado te cierra la ventana, y empiezas a adormecerte. Ahí es cuando se empieza a soñar cosas de cinco minutos y que después no recuerdas. Solo sabes que cuando abres los ojos tienes la extraña necesidad de dibujar relojes chorreantes y criar bigotes.

Estás a 15 minutos del destino final. Entonces, tienes la experiencia más cercana con el Creador. Digo, no creo que haya una deidad en el planeta que tenga mejores relacionistas públicos que Jesús. Que yo sepa ningún otro dios tiene tantas hordas de predicadores instantáneos y cantores de alabanzas reaggetoneras. Jesús los tiene, y de sobra. Y a mi me tocan todos, y todos me dicen el mismo triste diagnóstico: la gente como yo se va a ir al infierno. Probablemente Jim Morrison también esté allá, así que al menos me voy a codear con vecinos famosos.

En ese punto yo ya le estoy pidiendo a Jesús que me saque de ahí. Es cuando el milagro sucede: llego a mi parada y, también milagrosamente, no me parto el cuello bajando del bus.

Así que Internet, el viajar en bus puede ser una experiencia religiosa (no, por favor, ninguna referencia a esa horrenda canción. ¡SÍ, ESA, USTEDES SABEN CUÁL!). Quién sabe, tal vez algún día, después de pasar por ese purgatorio urbano, encuentre mi recompensa. Tal vez llegue a un grado mejor de comprensión espiritual, o, si tengo un poco más de suerte, algún rato me tope con Totoro en la parada del bus.
Sí. Totoro.... Esa recompensa estaría bien.