jueves, 27 de septiembre de 2007

Cosas para ver II: la tele

La tele.

Y sí, le dicen la caja tonta y el gran medio de comunicación del siglo XX. Durante mi infancia, implacable criatura brillante en el extremo de la sala. Blanco y negro, en mi caso.

En esa tele vi a los inmortales personajes de Plaza Sésamo, desde Montoya, el avechucho desclasificado (Mulder y Scully ¿dónde estaban?), hasta el neurótico Bodoque (mi favorito) en su casa de cajas de madera, quien guardaba toda clase de objetos, fauna y flora (¡Hasta un elefante!). Y los primeros animés japoneses que vi, todos hechos para el sufrimiento y la lloradera, productores de varios pacientes psicoanalíticos en el cambio de siglo (¡Chuta! Marco nunca encontraba a su mamá, y Candy Candy iba en búsqueda de su destino, agarrándose a todos a pesar de su peinado ridículo, y esa man, cuyo nombre se me escapa, quien también buscaba a su santa mamacita, y que probó, antes de Survivor, la posibilidad de vivir en una carreta de madera, alimentándote de bayas y champiñones silvestres).

Y después de los edipos japoneses estaban las series de televisión de mi adolescencia -tiemblo solo de recordar sus insulsas tramas, así que no entraré en detalles-, y las novelas brasileñas, que desde Roque Santeiro hasta El Clon fueron parte del menú televisivo, sobre todo porque mi abuelita era y es fanática de esos bichos, lo cual me arrastró a la misma adicción. Por supuesto, también están las noticias, con nuestros queridos reporteros y presentadores, que han aparecido, desaparecido y reencarnado. Unos han envejecido frente a las cámaras, mientras otros se volvieron casiguaguas gracias al bótox y a la ola de spas y asesores de imagen.

Esa es la tele, está ahí, y muy pocos prescinden de ella. Y a pesar de mostrar tanto parece no decir nada. Un ejemplo, las propagandas de la Constituyente de las que ya hablé (sí, ya vi la del brazo ortopédico... estoy empezando a buscar terapia para superarlo), y todas las noticias, porque cada día vemos más y sentimos menos. Y para ilustrar, el caso de Birmania que ha estado en toooodos los noticieros esta semana: los monjes budistas de Birmania se alzaron en una protesta pacífica en contra de la cretina junta de milicos que gobierna el país. El Gobierno, haciendo gala de su tradición, los molió a palos. Y la gente común se interpuso entre los golpes.

Es una de las muestras más poderosas del poder de la sociedad civil. Y yo no sentí nada cuando vi la noticia, porque la contaron a la velocida de la luz, con la vocecitadenoticiasinternacionalesqueestápegadaenmismeningescerebralescomogarrapata. Y también porque con tanta televisión, con tanta imagen, nos estamos volviendo insensibles.


Así, la tele está ahí, pero no está. Lo que se ve en ella son meras ilusiones. Pálidos reflejos. Cada día esa cajita se vuelve más banal, no tanto en lo que es la ficción, porque ahí la mueve (lo digo, claro, en general), sino en esa realidad deformada y superficial, que está en los noticieros y en la avalancha de "realities" que nos ofrece.

No me voy a poner a predicar en contra de la tele, pero sí a criticarla. La gente, incluso, se está volcando más al youtube (creación libre), y al Internet, con información no oficial, pero hasta cierto punto más humana, activa y palpable. Tal vez el punto es dejar de ser objetos inmóviles frente a las imágenes. No estoy diciendo que salgamos a buscar venganza y la revolución social con una kalashnikov en la mano, sino que, en el caso de que no podamos hacer una diferencia gigantesca frente a lo que pasa, cada uno puede ser activista de su propia vida, haciendo cosas pequeñas, pero trascendentales: respetar al otro y su libertad, trabajar con ética, y vivir lo mejor lo que nos queda por vivir.

La tele: madre, maestra y amante secreta (siguiendo con la tónica, lo dijo Homero Simpson).

Si eso pasara, presionaría el botón de pare del bus del mundo, y me bajaría.