domingo, 11 de enero de 2009

Reconciliación con las fiestas... y esos amables desconocidos


No he podido escribir durante toda las fechas de las Navidades, Años Nuevos, Reyes Magos y Olentzeros (el Olentzero es un carbonero que trae los regalos a los niños vascos. Si se portan bien juguete... sino, carbón y probablemente una mandada a la mierda en euskera).


La cosa es que un día de diciembre dejé mi Residencia Unamuna y me fui pa Salamanca. Seis horas de autobús, cruzando las montañas y llegando a las planicies de Castilla. Seis horas damas y caballeros, seis horas en que pensé muuucho sobre mi vida y qué diablos voy a hacer cuando regrese de mi aventura vasca. Seis horas en las que me dolían cada uno de mis huesitos. Seis horas en que me pegué a la ventana como mosca porque estaba nevando y era lo más bacán del mundo.... hasta que llegué a la entonces soleada Salamanca.


Y qué les voy a decir. Es un sitio bacanshishimo. Es la cuna de la españolidá, con toros, banderas rojas y amarillas, y la Universidad of curs. El problema es que hacía un frío del hijuesumadre. No estoy hablando del frío de Bilbao que es algo así como "¡Qué hijueputa frío!", sino un frío en el que llamas a tu mamá. Les juro.


Claro, al inicio no me importó así que me lancé con mi anfitriona (querida amiga de toda la vida que estudia en Salamanca) y nos fuimos a bebere y a conocere la ciudad. Todo bien. Luego, al otro día, fue mi cena de navidá, y me colé subrepticiamente en una fiesta (celebré con una dominicana, un salvadoreño, dos peruanos, un mexicano, mi pana ecuatoriana y un panameño). Cochinillo, langostinos, melón, jamón serrano y ocho botellas de vino para ocho personas. Brindamos por el hecho de celebrar con amables extraños. Es bueno ser rey.


Todo iba de maravilla. Conversé con mi amiga de todo un poco, y de cosas que uno conversa cuando tiene todo el tiempo del mundo para parlare con una compinche de viejos tiempos. Luego, la cosa se puso extrania, así... extraNIA. Estaba con muuucho cansancio. La vida estaba pesada, la gente y las cosas tenían el ritmo de la voz de la profesora de Charlie Brown. Así estaba el ambiente cuando volví a mi hostal el día 26 de diciembre. Ujujuy.


La cosa es que estaba viendo el History Channel (primera vez en dos meses que veía la tele), cuando de repente. CHA CHAAAAN. Empecé a volar en fiebre, y menudo trip que me pegué ese rato. Llegué a pensar "carajo, me voy a morir en Salamanca... ¡eso es glam!". Estuve un rato así, en esos momentos de iluminación cuando todo te vale porque no tienes fuerzas para moverte. Hasta que llegó la salvadora llamada de navidad en que mis dos galenos personales (léase padre y madre) me recetaron por teléfono, mientras yo en mis delirios les preguntaba "por una manera natural para quitar la fiebre". ¡Hala!


Cuando me di cuenta que, de hecho, era malo tener fiebre (39 grados... mis viejos huesos no pueden con eso), me fui a comprar mi medicina... no me la querían vender sin receta. Ofrecí hacer una llamada internacional para salir de dudas. La mujer me vio en desesperación y fiebre y me dio mi dosis. Estos dealers.


Al día siguiente, medio en delirios, me subí al bus a Bilbao. Seis horas en que nuevamente analicé mi vida, mis cosas, todo regado de la estupidez que te trae la fiebre. Maravilloso.


Cuando volví a mi Unamuna Residencia. No había Internet... No había agua caliente... y el edificio parecía el Hotel de The Shining. Me convertí en Jack Nicholson.


Así que me quedé en cama hasta el 2 de enero. Una buena amiga peruana se quedó acá un par de días y me cuidó durante los primeras horas críticas, cuando yo maldecía al universo, al invierno y a cualquiera que se me pasara por delante. Y leí, leí mucho. Dos libros de Haruki Murakami, un ensayo sobre Mishima de Marguerite Yourcenar, los cuentos completos de Cortázar, Paul Auster, una novela malísima de Federico Moccia, un libro sobre Seguridad de la Unión Europea, un libro sobre el conflicto de Darfur y un ensayo acerca de E.E. Cummings. Al menos creo que salí más sabia de la enfermedá.


No tenía saldo del cel, por cierto... Así que la incomunicación era total. Casi, casi fue un experimento social. Hasta que el día 2 de enero de 2009, saqué mis huesos de la cama y volví al mundo. Estoy más flaca, perdí un poco de color, y cené comida china para el 31 de diciembre, cuando mi panita peruana celebró conmigo el cambio de año. La vida es extraña.


Supongo que recordaré estas fiestas para siempre. Entre la incomodidad, el bicho salmantino que me atacó y la soledad, me he dado cuenta que no quiero pasar otro fin de año en total calma, en esa rutina que le agarra a uno de saber qué hacer y con quién pasar. Me conecté con completos desconocidos que me trataron como famillia, y que me cuidaron como familia cuando estuve mal y sola cuando todo el mundo (se supone), debe estar en casa y bien.


Me gusta saber que la gente puede ser tu familia, toda la gente. Ya no me siento tan Grinch, excepto tal vez por el color.


Y con este mensaje a la conciencia, me voy a caminar. Hace sol, la Ría me llama y el Guggenheim brilla en la luz. Hacen dos grados. Agur.