viernes, 9 de noviembre de 2007

Las cosas que se comen las polillas



Hoy tuve que botar un par de zapatos, unas botas que había usado desde el 99, en tiempos en que entré a la Universidad. Sí pipol, Daria seguía en la tele, yo tenía un peinado de micrófono (nunca cortarse el pelo como niño cuando tienes churos, primera lección de mi mayoría de edad) y el Grunge daba sus últimos estertores. Mis queridas botas cafés que me acompañaron en lluvias, soles, anochecidas, amanecidas, relaciones y alejamientos.

No sé si les pasa a ustedes, pero yo soy una de esas a quienes les gusta guardar cosas como los cuervos. Guardo libros que la gente bota, fotografías, flores secas, todos los pares de lentes que he usado hasta el día de hoy, notitas que me pasaban en la U o en el colegio, los ensayos surrealistas de la carrera (incluso los que hacíamos en nuestros llamados "cuadernos de conversaciones" que fueron la matrix de mi época universitaria). Hasta guardo ceniza volcánica... No me digan que el Pichinchazo y el Reventador no fueron cosas para recordar.

No sé el por qué de mi obsesión, pero me agrada saber que esos pedazos de mi vida no van a estar botados por allí, siendo el cucayo de los bichos. Quiero saber que hay un registro, una cápsula del tiempo de quien fui. Las cosas nos sobreviven, son una marca indeleble de la existencia de uno.

Por supuesto, a veces me dan ganas de quedarme sin nada, de botar todo ese trasterío, todos esos libros, papeles, chucherías que van desde semillas de ecualipto recogidas en un paseo hasta un bloque del anterior pavimentado del parque de mi Universidad. Sí niños y niñas, cada uno de quienes hacíamos créditos-parque en ese tiempo nos llevamos uno. Sí, huímos hacia el horizonte, llevándonos cada uno una piedra de 15 por 20 más o menos y dos kilos de peso, en uno de esos extraños arranques de esa época. Niña rara.

Claro, el momento de arranque de locura (o cordura, ustedes eligen) pasa. Dejo de pensar en encender un fósforo, dejarlo en mi cuarto y esperar a que todo se vuelva polvo. Abandono estos momentos piromaníacos porque, de vez en cuando, me agarra el escapar al pasado a través de esas cosas, solo para cagarme de risa de lo que me pasó alguna vez, hecharme un llantito sobre lo que perdí, o para tener "en especies", el hecho de mi paso sobre esta tierra. Cosas para los que vengan después, o para la yo que se asome. Esa man quien podrá ver quien era, cuando yo era.

Me vienen a la mente las clases de literatura griega: Ulises (rey y héroe griego, mándibulas de acero, pecho dorado, virilidad invensible) quiere volver a Ítaca, su tierra natal, a su mujer (hermosa y fiel damita que espantaba a sus pretendientes con su manía textil y su llanto cronometrado a repetirse cada cinco minutos) y a su hijo (prácticamente parte del decorado de tan pocas líneas que tenía en la historia). En su regreso, el man cruza el mar topándose con cíclopes, lotófagos, monstruos marinos, sirenas, par de "mamis-coshitas" y un grupo de ineptos compañeros de viaje que no hacían más que perderse, morir por algún error estúpido y quejarse amargamente. Al tipo, al final, ya no le interesaba tanto la family o el poder. La cosa era volver a donde estaban sus recuerdos: a SU Ítaca (como en el poema de Kavafis). Bueno, mi Ítaca es un baúl viejo donde está toda mi vida en tereques.

Claro, tengo otras Ítacas: lugares, personas, ideas. Pero los lugares cambian, la gente huye y de lo que estoy segura es que tratar de recordar alguna cosa por terquedad es la mejor manera para olvidarla. Para eso está mi Ítaca portatil. Tal vez la olvide, me canse de ella, o la tenga que abandonar, pero, por el momento, es todo para mí, todo lo que necesito. Es un compendio de los pedazos de la persona que soy yo... ¿cómo podría dejar abandonadas esas partes invaluables de mí misma?.